Octavio Sisco Ricciardi
Desde la noche de los tiempos, los humanos han buscado entender el mundo que los rodea e interpretarlo mediante signos y símbolos. Como parte de esa insondable búsqueda, las aves han adquirido un papel protagónico, en especial, las guacamayas. Es así que la presencia de estos coloridos emplumados la encontramos en pinturas murales de varios sitios arqueológicos de Centroamérica (México y Guatemala), aunque la presencia de estas aves se distribuye a lo largo y ancho de las selvas tropicales que dibujan los países centro y suramericanos. Poseen una gran importancia cultural, al estar inscritas en el lenguaje mítico como un vehículo que da cuenta de diferentes sucesos impregnados de la ideología de los pueblos que las crearon.
Las guacamayas junto con los colibríes (nuestros tucusitos), los azulejos y los tordos fueron los únicos pájaros que se acercaron para acompañar a Quetzalcóatl cuando éste se inmoló prendiéndose fuego, como autocastigo por sentirse indigno de su pueblo. De acuerdo con la historia, Ce Acatl Topiltzin, Quetzalcóatl fue gobernante de la antigua ciudad de Tolan (Tula) y la llevó a su período de mayor auge, tanto cultural como económicamente. Es fama que cuando ardió, se alzaron sus cenizas, mudándose en el lucero del alba, el luminar celeste que aparece en el saliente un poco antes de la aurora. Esta es la causa de que lo llamen “El que domina en la aurora”. Ese astro no es más que Venus, el planeta más brillante del sistema solar. En los llanos venezolanos esa “estrella” es reconocida como el “lucero de la mañana”.
Una admirable representación pictórica del momento justo antes de su sacrificio, fue hecha por nuestro pintor Pedro Centeno Vallenilla en Roma (1931) formando parte de la exposición del autor en la Academia de Bellas Artes de Caracas en 1932. En la expresión plástica se destaca Quetzalcóatl invocando las fuerzas celestes; en su mano izquierda, se posa una hermosa guacamaya azul y amarilla (ara ararauna) rindiéndole honores al mítico gobernante de Tula. También lo acompaña un colibrí.
En el Ecuador, en tierras de lo que hoy son las provincias de Azuay y Cañar, otra leyenda relata que las mismas se poblaron con dos de los únicos sobrevivientes de un gran diluvio que inundara la tierra. Estos eran dos hermanos que se encontraron solos en un mundo totalmente despoblado y silencioso. Pero fueron alimentados por dos hermosísimas guacamayas con rostro de mujer que traían en sus alas los alimentos y preparaban la mesa. Los hermanos tomaron a las guacamayas, las cuales se convirtieron en bellas mujeres que aceptaron casarse con ellos. Estas dos parejas supervivientes del diluvio, repoblaron la tierra de los cañarís. Desde entonces, las guacamayas son aves sagradas para los indígenas.
Acercándonos a nuestras latitudes, en plena zona central, en el estado Carabobo, una nueva historia tiene como protagonista a la guacamaya. Se trata del mito del cacique Guacamayo que según se narra, resistió a los ataques de los españoles en los preciosos y sagrados valles de las etnias Tacarigua, cerca de las márgenes de la laguna de Tacarigua. Según nos refiere Antonio Reyes en Caciques aborígenes de Venezuela, el cacique habría jurado: “mientras este suelo no vuelva a ser libre, jamás volveré a ocuparme de otra cosa que no sea expulsar a los intrusos blancos hasta más allá del océano… y lanzó al mar sus redes”. Las guacamayas despertaban interés, respeto y veneración por parte de este guerrero, que usaba sus plumajes como dominante corona, de ahí su nombre.
Alejandro Colina, el escultor por excelencia en la expresión pétrea de nuestros aborígenes y su cosmogonía, rindió homenaje en un monumento ubicado en la entrada de la urbanización Carabobo, en la ciudad de Valencia, también conocido como plaza El Indio. Esta obra que data de 1942, curiosamente firmada por el artista, pues no acostumbraba hacerlo en sus obras, se instaló en una plaza circular en 1945. En la estatua esculpida por Colina, se observa al cacique rodilla en tierra, sosteniendo las redes y demás aparejos de pesca, dispuesto a lanzarlos al fondo de la laguna de Tacarigua en cumplimiento a su inquebrantable juramento. Colina igualmente enfatiza a la guacamaya: una la esculpió sobre la cabeza del cacique, otras cuatro, en las esquinas del pedestal, con las alas abiertas, como dispuestas a alzar su vuelo majestuoso. Los picos de las aves fungen como surtidores donde debe salir el agua que alimenta el pequeño estanque, observándose en la base del paralelepípedo donde descansa la escultura alegórica del mítico guerrero, relieves de peces, cangrejos, ranas y sapos, que recuerda a la fauna de la laguna de Tacarigua.
Hablar de las guacamayas caraqueñas parece de Perogrullo. Muchas son las versiones de cómo llegaron a un paisaje que no les es familiar; lo cierto que desde hace más de dos décadas cohabitan con otros pájaros nativos del valle, por lo que han ingresado al censo poblacional de la capital. Nos maravillan con sus ruidos, sus colores y como son gregarias, suelen pasar gran parte del día descansando y socializando entre ellas en las ramas o en la copa de palmas, principalmente en el no menos solemne chaguaramo. En vuelo se le observa en parejas, las que se asocian con otras parejas formando notorios grupos de más de una docena.
Estas aves pertenecen al género Ara, de la familia de los psitácidos. En Venezuela las más comunes son: ara ararauna (azul y amarillo), ara chloropterus (rojo y verde) y ara macao (amarillo, azul y rojo), más escasamente ara militaris (verde) y unas más pequeñas, ara severus, mayoritariamente verdes, con destellos rojos y azules en sus alas.
En todo caso, estas magníficas aves míticas, legendarias y amigas nos obsequian su presencia generosa, alborotadora, alegre, curiosa y colorida, aún dentro de una dramática y agitada urbe que parece acogerlas. Las guacamayas forman parte del paisaje natural de la ciudad. Constituyen parte del patrimonio cultural caraqueño. Son las deidades aladas manifestadas en el plano mundano, embajadoras de mitos y leyendas; las que honraron a Quetzalcóatl; las mujeres que ayudaron a poblar el mundo posdiluviano de los cañarí; el heraldo del valiente cacique Guacamayo; son las aves que invocan el alba.