Desperté aquel miércoles santo en una plaza. No era de mañana ni tampoco estaba en una cama, fue como abrir los ojos luego de un pestañeo, que al levantar y cerrar el párpado te traslada cual el Sol a la luz a un cuerpo extraño, a una casa abandonada años atrás que ahora vuelve a habitarse. Mis manos no tenían sus dimensiones cotidianas: eran más pequeñas e insólitamente el cansancio de mi cuerpo se había transformado en una ansiedad infantil. ¡Volví a ser niña!
Ataviada de morado, con una bata cuatro dedos más abajo de mis rodillas y con un cordón en la cintura hecho de pabilo, observaba el alboroto de personas uniformadas como yo. “Estoy pagando promesa”, pensé, y mirando a los lados me di cuenta que la plaza donde me encontraba estaba justamente frente a la Basílica de Santa Teresa, Caracas. La música que se escuchaba era el Popule Meus del maestro José Ángel Lamas.
Una mujer mayor me tomó de la mano. Me regañaba tomándome por uno de sus brazos. Al igual que yo levantaba una vela encendida. Por sus facciones la noté parecida a mi mamá, sin embargo, no era ella. Sus ojos grandes y profundos me evocaba la sabiduría de mi familia, como en una cápsula marrón que relataba todo el tránsito de mi existencia. Me dije, “Si volví a ser niña, entonces esta debe ser mi abuela”, y en seguida la abracé. Esta, aun con cara de extrañeza, respondió el abrazo con cariño, calmando su molestia por mi extravío aparente y transmitiéndome un calor de vitalidad guardado en mi memoria como un tesoro.
Caminamos para esperar la procesión, y mirando hacia los lados, recordé el poema de Andrés Eloy preguntándome ¿Qué mano avara cortaría el limonero del Señor...? Mi abuela hablaba de la leyenda de aquella Semana Santa, cuando El Nazareno se tropezó con aquel árbol de limón, fruto que sería remedio de tan terrible peste que azotaba la Caracas de principios de siglo XX.
Un aguacero de plegarias asordó la Puerta Mayor y el Nazareno de San Pablo salió otra vez en procesión. Igual que las personas agolpadas en la entrada del santuario me llené de emoción para ver la imagen de tan magnánima talla del Señor. Su tez oscura y su rostro, retrataba la vorágine de emociones de todos los que esperábamos en aquel momento.
Una tristeza colectiva, una esperanza arrugada en un vestido morado con dorado, cargando una cruz como la de tantos que buscan en su piedad la solución y el alivio de sus penas, la calma de sus vientos tempestuosos e inclementes, los que forman la vida, los que Andrés Eloy sintió.
Y pasó el Domingo de Ramos, y fue el Miércoles del Dolor, cuando, apestada y sollozante, la muchedumbre en oración, desde el claustro de San Felipe, hasta San Pablo, se agolpó. Esta vez las viruelas no serían el motivo para las plegarias, pues la peste de estos días tiene un ácido más fuerte que la del fruto del limón. La infección viene del alma, viene del propio corazón y la muerte es un arma sin motivos ni razón.
¡Oh, Señor, Dios de los Ejércitos. La peste aléjanos, Señor...! Sollozaban las personas, encogiéndome el corazón. Había chicos, grandes y ancianos con lágrimas en sus ojos, cambiaban su mirada por llamas de esperanzas mantenidas en la tradición.
¡Malhaya el golpe que cortara el limonero del Señor...! Mal haya el sino de esa mano que desgajó la tradición...! Y aunque no esté el limonero, y no esté la tradición, todavía las personas siguen buscando la salvación, en la cara triste y conforme del Limonero del señor.
Quizás ya no hayan calles de piedra y las luces de los faroles son sustituidas por los alambrados de los edificios, los balcones cambiados por antenas, dando paso al gusano subterráneo, pero en el alma venezolana aún se encuentra el cáliz de la planta del verde sabor.
Es posible que su presencia haya sido molida por la modernización, pero su imagen quedó guardada de generación en generación, refrescando y aliviando las penas de quienes esperan el miércoles ver, a quien Andrés Eloy bautizará como el Limonero del señor.
Ya mi sueño fue disuelto, mis manos a su tamaño actual, mi abuela al cuerpo cansado de los años y ya no visto de morado. Sin embargo sigue allí, sigue como capilla ardiente de sus creyentes, de quienes aún ven al limonero sanador, de quienes aún reciben el milagro de la esperanza y de la sanación, como quien vio calmada su pena, como quien vió sanado su dolor, como quien halló su libertad en el Limonero de Dios.
Quizá en su tumba un limonero, floreció un día de Pasión, y una nueva nevada de azahares, sobre la cruz desmigajó, como lo hiciera aquella tarde, sobre la Cruz en procesión, en la esquina de Miracielos, ¡el Limonero del Señor...!
Ya no está aquel limonero pero aun se busca al Señor.