Octavio Sisco Ricciardi
Las separaciones de los mantuanos en el siglo XVIII dieron mucho de qué hablar en cada uno de los rincones de aquella Caracas bucólica. Notorias fueron las del conde de San Javier y Catalina Ruiz, Joseph de Castro y Rosa de Aristiguieta, Luis José Loreto Silva y María Josefa Ascanio, Juan Nepomuceno Ascanio y María Ignacia Sanabria. Sin embargo, las que hubieran llenado hoy día hasta reventar titulares de la prensa rosa, del corazón, los gossip (chismes de farándula) e invadido las redes sociales, superando la capacidad de conexión o consumiendo ingentes datos de nuestros teléfonos o tablets, fue la que protagonizaron Martín Jerez de Aristiguieta y Josefa Lovera Otañez y Bolívar en la última década del 700. La diatriba en los juzgados fue de antología, pues los testimonios y adjetivos que se cruzaron los cónyuges aristocráticos en los acartonados papeles de las actas judiciales, marcó un antes y un después en las «voces del silencio» que constituían la represa de los malos tratos que sufrían las mujeres. Es que también había mantuanas irreverentes y trasgresoras a quienes la sociedad encopetada -aquella con doble rasero moral- calificarían de escandalosas.
Antes de entrarle al chisme medular, debemos contextualizar la contienda aristocrática de acuerdo a los cánones políticos, sociales, religiosos y culturales de la Caracas colonial, que a pesar de las luchas independentistas e intestinas durante el siglo XIX, siguió marcando cierta pauta hasta los inicios del XX. Es que la historia no puede leerse en forma maniquea: bueno-malo, épico-vulgar, gloria-ignominia. Existe un caleidoscopio de colores que se matiza al pasar de un extremo al otro. En el caso venezolano se han conquistado libertades con énfasis en lo político, mientras que se han aparcado en su detrimento las igualdades en el área social. Aún quedan caminos por recorrer.
Con lo mío no te metas
La institución del matrimonio desde sus inicios ha sido sinónimo de conflictos. Desde san Agustín, se vio al matrimonio como la vía más adecuada para facilitar la alianza de familias. Debido a que los grupos de parentesco buscaban su propia reproducción biológica y social, esa excesiva endogamia acabaría por anquilosar el sistema social, pudiendo ponerlo en peligro de extinción. El amor o afecto estaba relegado: era –y sigue siendo en muchos casos- forma de perpetuar linajes, patrimonios y herencias. Por causa de esos intereses se imponían a los contrayentes el casamiento, incluso desde una tierna edad. En contadas y excepcionales ocasiones surgía un verdadero amor entre los esposos. Luego que Martin Lutero encaratara a la poderosa Iglesia católica en los estertores de la Edad Media, produciéndose su escisión por la reforma protestante, obligó a esta última a plantarse reformas doctrinales en el célebre Concilio ecuménico celebrado en la norteña ciudad italiana de Trento (siglo XIV).
El Concilio de Trento, entre otras cosas, fijó un modelo matrimonial en los ámbitos de la sociedad católica. Como el matrimonio constituye uno de los sacramentos, la autoridad de la Iglesia y su competencia sobre el vínculo eran indiscutibles. Así, la Iglesia logró mantener su hegemonía jurisdiccional sobre el matrimonio. La mayoría de los cánones tridentinos insistían en su competencia para dirimir todas las cuestiones; el último canon resume a la perfección el estado de cosas al que se había llegado: Si alguno dijere, que las causas matrimoniales no pertenecen a los jueces eclesiásticos, sea excomulgado (Sacrosanto, Ecuménico y General Concilio de Trento, sesión XXIV, 11-11-1563). Vamos, o corres o te encaramas.
Pero todo roto tiene su descocido. Si bien la Iglesia había logrado asentar de forma definitiva su doctrina sobre el matrimonio, su tradicional monopolio empezó a diluirse, no solo por la aparición de las Iglesias reformistas, sino que además, por la consolidación del Estado. El que mucho abarca, poco aprieta, dice la conseja popular: eso es válidamente aplicable a toda pretensión terrenal de acumulación de poder sea personal, familiar, económica o estatal; la historia está repleta de innumerables ejemplos. De tal forma que las monarquías empezaron también a meter su cucharón en la sopa en el tema matrimonial: se inauguraba la vía seglar. Y la española no podía ser la excepción.
Nuevo Mundo, viejo modelo
Desde la óptica del poder temporal, el matrimonio y la organización familiar, aseguraban la reproducción del sistema social, el crecimiento demográfico de la monarquía española y constituían instrumentos importantísimos de control del orden general, fundamento de la dominación colonial en el Nuevo Mundo. Consecuencia de ello resulta el traspaso desde la metrópoli al nuevo suelo de las numerosas instituciones vigentes en la península que regulaban y apuntalaban dicha institución, entre ellas, la dote, las arras, los esponsales, la patria potestad, la figura de la autoridad marital, la tutela, la curatela, la normativa que regulaba testamentos y legados. No solo aquellas eran réplicas del Viejo Mundo, sino que también los hombres y las mujeres que llegaron con ellas con sus virtudes y vicios.
Una de las instituciones afectadas fueron las nupcias que dejaron de ser un asunto familiar y privado, para convertirse en una cuestión de Estado. Antes, era una competencia exclusiva de la Iglesia; ningún poder seglar le discutió su autoridad ni su doble monopolio, jurisdiccional y legislativo hasta que la estructuras de gobierno dijeron que también les incumbía este asunto. Esto trajo como consecuencia que el mantenimiento del orden social fuese una cualidad más importante que la libre elección del futuro cónyuge.
Hasta que la muerte (o el divorcio) los separe
A punto de pulso el Estado organizado podía intervenir en los conflictos de familia para «mantener el orden social». Había que actuar frente cualquier amenaza a la integridad del vínculo que era interpretada como atentado a la paz, orden y perpetuación de la sociedad misma.
Como quiera que el divorcio significa la quiebra del estado matrimonial, el Derecho canónico del matrimonio solo autorizaba dos modalidades: la nulidad o divorcio quoad vinculum, esto es, cuando se establecía la disolución del lazo sagrado o se demostraba que este no había existido, permitiendo un nuevo matrimonio a la pareja; y la separación de cuerpos, también conocida como de lecho y mesa o divorcio quoad thorum et mutuam cohabitationem, en cuyo caso el vínculo entre los esposos persistía tras la separación, estándoles impedido a contraer nuevas nupcias. Ambos —nulidad y separación— eran difíciles de alcanzar y su autorización se permitía en casos excepcionales. Esto quiere decir que solo estaba dispensado, luego de extenuantes batallas legales, una separación de cuerpos con la consecuente excepción de cohabitar bajo el mismo techo. La firme defensa de la indisolubilidad del lazo nupcial, derivada del carácter sacramental del matrimonio religioso, hacía titánica cualquier decisión en contrario.
Era tan cuesta arriba la obtención de un divorcio eclesiástico en los juicios de esponsales que no valía monarquía aquilatada que pudiese intervenir: basta recordar que por ese motivo el caprichoso Enrique VIII de Inglaterra al encontrarse impedido para divorciarse de su legítima esposa, Catalina de Aragón (la hija de los reyes católicos) forzó un divorcio con patrañas que le valió la excomunión para casarse con su amante Ana Bolena, a quien a la postre mandó a ejecutar por «traición y adulterio». Del tiro hasta creó el cargo de Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra título instituido y ostentado por el cuestionado rey para demostrar su liderazgo sobre la Iglesia de Inglaterra y poder manejar los asuntos sacramentales a su antojo. En pleno siglo XX costó una década para que en los tribunales de la Rota Romana la princesa Carolina de Mónaco obtuviese la nulidad eclesiástica de su matrimonio con el playboy francés Philippe Junot.
El aggiornamento caraqueño a las cuestiones tridentinas
Entre el 31 de agosto y el 6 de septiembre de 1687 se celebraba en la Capilla del Glorioso Apóstol de san Pedro de la Catedral de Caracas (culminada en 1674 con la ampliación del templo por el maestro Juan de Medina), sede de la Diócesis de la Provincia de Venezuela, el sínodo diocesano convocado por el obispo don Diego Antonio Baños y Sotomayor. Los sínodos diocesanos se diferencian de los concilios ecuménicos porque en los primeros es un obispo el único convocante y legislador, mientras que los segundos son congregados por la autoridad de la Santa Sede en cabeza del papa.
Es notable destacar que como resultado de las revisiones y sesiones del célebre sínodo caraqueño, se aprobaron la bicoca de 1.309 artículos, los cuales constituyeron el corpus jurídico de la Iglesia de la Provincia de Venezuela, que continuó vigente con la creación de la Capitanía General en 1777, sobrevivió la Independencia, continuó con la época republicana hasta su derogación en 1904, entrado el siglo XX.
Dentro de todo ese conglomerado de normas sinodales estaban las relativas al matrimonio. En teoría, la fidelidad entre esposos se debía mutuamente conforme al sacramento, pero no era así. Se le exigía a la mujer observar con resignada y silente actitud los desvaríos del esposo. En casos verdaderamente insufribles, es que se permitían los divorcios en los términos que habíamos apuntado.
Además, es importante recalcar que se acuñaron conceptos de segmentación social –y con ello legitimarlos- conforme con los preceptos del sínodo diocesano de 1687, refrendados en el siglo siguiente por el severo obispo Diez Madroñero (1761), e inspirados en gran parte por fray Mauro de Tovar, representante de la aristocracia mantuana, entre los cuales destacan que los hijos de Dios eran de dos tipos: los «padres de familia», o sea los criollos blancos (dicho de otra manera, la aristocracia mantuana), defensores de la Corona y de la moral cristiana, dueños de haciendas, que reinaban por lo tanto sobre parentela y esclavos, por un lado, mientras que por el otro, las «razas vencidas y pecaminosas». Aunque a decir verdad, la sociedad estaba fraccionada en subcategorías: blancos peninsulares (los de la metrópoli quienes representaban directamente a la Corona), blancos criollos (los mantuanos), blancos de orilla y canarios o isleños (estos eran los pobres pero no eran fuertemente segregados); los pardos beneméritos, artesanos, de oficio y agricultores; los quinterones, cuarterones, mulatos, zambos, salto atrás y otros (estos eran los pardos que se distinguían según su grado de cercanía a la condición de blanco o de negro, un degradé); los negros, cimarrones e indígenas.
Es que estos criollos se la sabían todas. La casi totalidad de ellos obtuvieron sus pomposos títulos nobiliarios, otorgados por el rey de España, comprados a punta de cacao, razón por la cual la otra fracción –por demás mayoritaria- de la sociedad formada por pardos, esclavos e indígenas se mofaban de ellos llamándoles despectivamente «Grandes Cacaos».
Bajo esa aureola aristocrática son precisamente ellos los guías en lo espiritual y en lo social de la llamada «multitud promiscua» integrada por los sujetos de menor estatuto social y étnico, dispuestos a desviarse de los mandamientos de Dios y de los caminos de la fe en la vida cotidiana y especialmente en las diversiones: indios, negros y mestizos (pardos, «morenos» expresión local). Ver la paja en el ojo ajeno cuando el grupo privilegiado tenía nublados sus globos oculares con enormes vigas.
Por otra parte, las damas criollas no se quedaban relegadas. La arrogancia y vanidad se defendía como blasón de «honor». Cuando las mantuanas asistían a los actos ordinarios y solemnes que obligaba el calendario litúrgico, lo hacían en primer lugar acompañadas de jóvenes esclavas vestidas de largos camisones blancos (mientras más esclavas, más se restregaba a los otros su estatus económico y social; igual sucedía con el número de ventanas que ostentaban las fachadas de sus casonas). Es que el postureo ha existido desde siempre. Una vez acomodadas dentro del sacro recinto, rezaban en histriónica y petulante voz a la Virgen Virgen: María, Madre de Dios y prima nuestra. Adicionalmente, las pobres niñas y jóvenes esclavas, además de cargar con la pequeña alfombra para que sus amas pudiesen orar arrodilladas ante el altar, servían de chivos expiatorios cuando alguna de ellas con problemas flatulentos en el medio del culto, soltaba algún cuesco sonoro y «perfumado», entonces la matrona causante del improperio intestinal, se dirigía a la negrita más próxima reprendiéndola con indignado gesto y acompañado de un leve pellizco: ¡Niña, grosera! ¡Más compostura! De ahí que se acuñara la expresión popular para expresar a quienes pagan culpas ajenas: pagapeo.
La Sodoma y Gomorra caribeña: el informe del obispo Martí
Llegaba a Venezuela el obispo Mariano Martí, nacido en España en 1721, doctor en Derecho Civil y Eclesiástico, a presidir la Diócesis de Venezuela desde 1770 hasta el año de su muerte, ocurrida en Caracas en 1792. Entre 1772 y 1784 visitó casi todo el país, inspeccionando personalmente las iglesias parroquiales, capillas, oratorios y conventos, en las ciudades, villas, pueblos, lugares, doctrinas, misiones y haciendas de Tierra Firme. No hubo escondrijo que no husmeara.
La prolongada visita del Obispo fue registrada en innumerables folios. Meticuloso y prolijo hasta la saciedad como si de un naturalista se tratara, observó y corrigió los métodos empleados en la enseñanza de la doctrina cristiana, tanto en poblados criollos como en misiones y pueblos de adoctrinamiento.
Enemigo del teatro y del guarapo, bebida muy famosa en aquellos días, acusa que en un pueblo había cuatrocientos indios, y casi todos se han muerto desde que se introdujo el guarapo, que lo introdujo un francés el año de 1741, que vivía acá.
Fue riguroso e inexorable en la corrección de indios, pardos, negros y blancos. Aunque se dice que fue benigno en sus enmiendas, no vaciló en apelar al «brazo secular», es decir, a la fuerza pública, y hasta a la cárcel, para someter a los incorregibles.
Celoso guardián del honor femenino, no se cansó de censurar a los padres de familia por «el ningún celo y cuidado en sujetar y contener a sus hijas, permitiéndoles andar solas de día, y lo que es más lamentable, de noche, por las calles, tiendas y pulperías, guaraperías y otros lugares peligrosos a que concurren hombres, como también las juntas de danzas que igualmente se hacen de noche con tambores y gaitas o carrizos en las que los hombres llevan a las mujeres asidas de las manos o con el brazo por sobre el hombro de ellas, sin otra luz las más veces que la claridad de la luna».
Esta es la sociedad caraqueña que atestigua el divorcio que vamos a comentar en la próxima entrega: https://redpatrimoniove.wixsite.com/redve/forum/publicaciones/sexo-mentiras-y-papeles-el-divorcio-mantuano-del-siglo-la-guerra-entre-los-jerez-de-aristiguieta-y-los-lovera-otanez-y-bolivar-y-ii
Referencias
Ghirardi, M. y Irigoyen López, A. (2009) El matrimonio, el Concilio de Trento e Hispanoamérica. Revista de Indias, 2009, vol. LXIX, núm. 246 págs. 241-272, ISSN: 0034-8341 doi: 10.3989/revindias.2009.020
Gutiérrez de Arce, M, (1975) El Sínodo Diocesano de Santiago de León de Caracas de 1687. (Fuentes para la Historia Colonial de Venezuela. Nº 124, Nº 125). Caracas: Academia Nacional de la Historia.
Herrera Luque, F. (1979) Los Amos del Valle, tomo I. Barcelona: Editorial Pomaire
Langue, F. (1998) Las mantuanas escandalosas. Irreverencias y transgresiones femeninas en la aristocracia venezolana del siglo XVIII. XIII Coloquio de Historia Canario-Americana; VIII Congreso Internacional de Historia de America: (AEA) (1998) / coord. por Francisco Morales Padrón, 2000, ISBN 84-8103-242-5, págs. 1352-1363.
Mariano Martí, Documentos relativos a su visita pastoral de la Diócesis de Caracas. 1771-1784. Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1989, 7 vols.
Nuñez, E.B. (1988) La ciudad de los techos rojos. Caracas: Monte Ávila Editores.
La crónica histórica como recurso para conocer el pasado de la cotidianidad, abarcando diversos aspectos, en este caso, del mundo colonial, pasando por los jerga y los comportamientos sociales que hasta hoy encontramos.